miércoles, 30 de octubre de 2013

Despedida y cierre e interludio paraguayo


Interludio Paraguayo

El primer embarque como Piloto, en el verano de 1960, fue en la M/N “Río Blanco” de bandera paraguaya, construída con otras dos similares en los Astilleros Ruiz de Velasco de Erandio (Bilbao), Estaban destinadas al tráfico en el río Paraguay. por lo que su casco estaba especialmente adaptado para este tipo de navegación fluvial y era, por tanto, de fondo plano. Las tripulaciones para los tres barcos gemelos fuimos contratadas por la empresa Consulmar de Bilbao y para hacer solo el viaje de Bilbao a Montevideo donde haríamos entrega de los barcos a la Flota Mercante del Estado del Paraguay, armadora de los mismos. El viaje con un barco de este tipo atravesando todo el Atlántico –más de veinte días- con escala en Santos (Brasil) y llegada a Montevideo, fue una experiencia desconcertante: los balances no eran como los de un barco normal y en casi toda la travesía la fuerza con que el barco daba con el fondo plano sobre la mar era   tremenda. Baste decir que al llegar a Santos y salir a tierra me pasó lo que no me había ocurrido nunca ni me volvería a ocurrir: me mareé en la calle. Sí, ya sé que es difícil de creer pero así fue. La explicación es sencilla: yo andaba, inconscientemente, dando los pasos de forma que esperaba que el suelo viniera al encuentro de mi pie, como llevaba haciendo semanas y naturalmente, no era así.

Me resultó curioso el conocer a Marinos profesionales de Paraguay, país sin mar, como se sabe, pero que tiene grandes ríos navegables como el Paraguay y un tráfico nutrido desde el interior hasta el Río de la Plata. Pues bien: cuando todavía navegaba como Agregado en el “Cabo San Roque”, conocí a un Capitán de Navío de la Armada Paraguaya, embarcado como pasajero en Montevideo, que iba precisamente a España para encargar y supervisar la construcción de varios barcos en Astilleros de Bilbao con destino a la Flota Mercante de su país, los mismos en que iba yo a navegar un año después. Lógicamente, dada su condición, fue invitado por el Capitán a visitar el Puente y se hizo asiduo casi todos los días, preguntando muchas cosas, interesándose por aparatos y detalles de la navegación, el radar, la giroscópica, situarse por observaciones astronómicas, etcétera, pero a mí, particularmente, se me quedó grabada su primera exclamación al verse en la mar: “¡Ché, es lindo esto del mar…!” porque, siendo Capitán de Navío, ¡¡no lo había visto en su vida!!...





Como compensación, el viaje de vuelta lo hicimos todas las tripulaciones desde Montevideo a Bilbao en el nuevo correo de Aznar “Monte Umbe”, en cuya Primera Clase disfrutamos de unas magníficas vacaciones. (…y de paso descubrí mi verdadera vocación: ¡¡pasajero de un trasatlántico…!!

Para entender lo que viene a continuación, debo aclarar que el Contrato con Consulmar se ajustaba a un sistema novedoso, al menos para mí: como se pensaba que el viaje hasta completar la entrega de los barcos en Montevideo no alcanzaría el mes y medio, la paga era por una cantidad fija en el primer mes y después, por cada día que se fuera prolongando el viaje (incluido el tiempo invertido en la vuelta a España) se cobraba una especie de dieta diaria que iba aumentando según pasaba el tiempo. Dado que la salida del Astillero se retrasó por lo menos dos meses y la navegación llevó más tiempo del previsto, incluso cuando estábamos haciendo el viaje de vuelta a España en el “Monte Umbe” devengávamos unas dietas muy sabrosas. Pero algo curioso ocurrió cuando, una vez regresado a España, y pendiente de cobrar de Consulmar el resto de mis haberes por aquellos casi cuatro meses –recibiendo sólo anticipos en este periodo- tardaron otros dos meses en hacer la liquidación y estando ya en casa de mis padres en Madrid, Consulmar contestaba a cada llamada mía por teléfono que “…se estaban confeccionando las nóminas y que en plazo breve me remitirían por giro postal la cantidad debida…”. Por fin y con este retraso, me llegaron tres giros postales –en aquel entonces creo recordar que cada giro no podía ser superior a diez mil pesetas- pero a las pocas horas de recibirlo, me llaman de Consulmar para decir que se han equivocado y que me habían mandado “x” pesetas de más (creo recordar que entre dos o tres mil de aquellas  ¿eh?) y que se las devolviera “con la máxima urgencia”. No sé si hice bien o no, pero les contesté que, a tenor de su tardanza, mi urgencia en devolver esa cantidad se iba a ajustar a la suya en abonar lo debido. Por tanto fui enviándoles cada mes una cantidad hasta completar la cifra correspondiente, pero sin demasiada prisa.


Piloto de la Marina Mercante



En Diciembre de 1958 desembarqué del “Cabo San Roque” y volví a casa, a Madrid, para preparar el cursillo de Piloto, en la Academia “Elcano”, y en verano del mismo año me examiné en la Escuela Oficial de Náutica de La Coruña, consiguiendo el Título como tal Piloto en Julio de 1959.

En aquella época el Tribunal de Exámenes estaba integrado por Jefes de la Armada junto con los Catedráticos de las respectivas asignaturas, y ya empezaban a producirse a veces situaciones conflictivas cuando alguno de estos Jefes le discutía, por ejemplo, la forma de limpiar tanques en un petrolero a un examinando que venía de estar como mínimo dos años navegando en este tipo de barcos y lo había estado haciendo cientos de veces. Lo mismo pasaba con otras materias de las que constituían el programa de exámenes.


Despedida y cierre en Ybarra

Tras el paréntesis paraguayo, embarqué de Tercer Oficial en Ybarra en el “Cabo Sacratif”, dedicado al cabotaje, un barco del mismo tipo del “Cabo Menor” y parecida antigüedad. Tuve el penoso “honor” de figurar enrolado en él hasta su amarre definitivo, precisamente en los Astilleros de Santander, en cuya factoría entraría doce años después como Capitán de Dique. 

Pese a todo mi recuerdo de él no es malo. Estuve sólo unos meses, pero tuve la fortuna de navegar con buena gente. Tenía el mismo ambiente y falta de medios típicos de Ybarra, sin que faltara algún detalle más que indignante sobre la conducta de los Inspectores de la Naviera con el Capitán de este barco, quien al presentarles, como estaba dispuesto, la relación de Horas extras de la tripulación en el viaje recién finalizado con un cargamento de mineral, recibió no sólo la respuesta, inesperada, de que no se abonaba en este tipo de cargamentos sino que rompieron el papel en sus narices, acompañado de un gesto como de ir a propinarle una patada en el trasero.

Embarqué a continuación en el “Cabo Silleiro” que entonces, además del cabotaje, hacía de vez en cuando viajes a Francia, Marruecos, Norte de Europa, etc. Aquí volví a disfrutar de la “calidad” de aquellos Capitanes habituales en esa Flota. Un ejemplo típico de lo que digo puedo citarlo aquí: había que rellenar unos impresos muy detallados cada vez que se procedía al desembarque de algún tripulante, en el que se incluían una especie de calificaciones sobre el sujeto, tales como “Aptitud”, “Conducta” y alguno semejante. Era función mía el cumplimentar tales documentos y, como es natural, preguntaba al Capitán –bermeano- lo que debía poner. Se dio el caso de que el Contramaestre desembarcaba “por su voluntad” –le habían ofrecido otro embarque más ventajoso- y había presentado su solicitud con el tiempo que la Reglamentación exigía, cumpliendo todos los requisitos. El tal Contramaestre era un profesional magnífico, alabado por todos, querido por la gente y que siempre se había portado de forma excepcional. Al preguntarle al Capitán por las “notas” que debía ponerle y específicamente qué anotaba en “Aptitud”, me dejó asombrado porque me dijo “¿Atitú? Pues cómo va a ser, ¡mala, muy mala!...” Pero –le dije- si usted mismo ha dicho siempre que es un Contramaestre estupendo…” Y me contestó “Sí que lo es pero la atitú de él al irse de la Compañía es mala…” Ni que decir tiene que no conseguí convencerle de que una cosa era la “actitud” y otra la “aptitud”. Y con nota desfavorable quedó aquel buen hombre.

De este mismo Capitán recuerdo también una especial costumbre: cada vez que había que confeccionar y firmar la Nómina (un papeleo tremendo, como ya detallaré) lo que se hacía antes de pagar a la tripulación, al tener que poner su firma en todos los documentos, al pie de los mismos había la consabida frase “He recibido”…y este hombre, un tanto enfadado, protestaba y decía “¡Esto está mal! Yo no he resibido nada, en todo caso debe poner “he erresibiré”… 

La confección de la Nómina en estos barcos de Ybarra era algo increíble: primero había que rellenar dos grandes papeles, tamaño sábana y con varias copias, en los que cada vez había que reseñar no solo nombres apellidos, fechas de nacimiento, de embarque, antigüedad en la Empresa, domicilio, DNI o nº de Libreta de Navegación, etcétera. sino además los muchos conceptos en los que se dividía la paga: trabajos penosos, plus familiar, subsidio, parte proporcional de sobordo, sobordillo, quinquenios, anticipos, parte proporcional de vacaciones, parte proporcional de Paga Extra; los descuentos no estaban unificados en estos impresos y, por ejemplo, la Seguridad Social se subdividía en siete conceptos (subsidio de paro, de vejez, de enfermedad, de accidentes, etcétera) cada uno por separado y, como digo, todo con varias copias a punta de lápiz, con una pieza de hojalata debajo de las hojas-sábana para que se remarcaran bien las cifras. Téngase en cuenta que el promedio de tripulantes era de cincuenta personas. No existía máquina sumadora ni calculadora alguna y no había más que afilar bien el lápiz para sumar columnas y columnas a mano. Por si esto fuera poco, las Nóminas no se hacían cada mes sino cada viaje, que podía durar diez días –si era, por ejemplo, de mineral- o mes y medio, por lo que los conceptos de sobordo o sobordillo cambiaban según la carga de que se tratara…aunque el tal Sobordo no dejaba de ser un cuento chino porque en el abultado y enorme Libro de Sobordo que se llevaba a bordo para que constase este concepto, se ponía con una estampilla “flete convenido” y listo. He lamentado siempre no haberme hecho en su momento con impresos de aquellas Nóminas para ver después a qué extremos de estupidez se puede llegar para complicar una cosa que podía ser mil veces más sencilla. Años después, en Pereda, pude comprobar esto y dar gracias a Dios por no continuar en aquellos barcos y sus curiosas “costumbres”.

Pero no vaya a pensarse que las Nóminas se reducían a esas dos grandes hojas, no: había que hacer las Hojas de Liquidación para cada tripulante, los “estadillos” para reparto del Plus Familiar, los Saldos finales, la documentación del dinero recibido por el Mayordomo de los Consignatarios –porque curiosamente en estos barcos el Capitán no era quien recibía el dinero sino el Mayordomo, aunque el Capitán firmara la autorización- y las cuentas de Manutención, Gastos, alguna compra si la hubiera, las facturas del hielo adquirido en puerto, etcétera, se hacían aparte.

El detalle de las Horas extras puede dar una idea del ambiente en “Ybarra” y de sus peculiaridades. Para empezar, en los barcos de la costa, no se abonaban porque “no era costumbre de la Compañía” y tampoco en los correos de la misma Empresa pero éstos de la costa, haciendo viajes que llamaban de “carreta”, con escala en prácticamente todos los puertos, era habitual que se trabajase en la carga o descarga durante la jornada en puerto y por la noche se navegaba hacia el siguiente, por lo que el número de horas trabajadas era grande y comprendía por igual domingos y festivos. Según la Reglamentación de la Marina Mercante en vigor, procedía su abono sin más, pero nadie se atrevía a una reclamación seria porque hubiera significado el desembarque automático. Aquella Reglamentación era muy curiosa porque al proclamar en los puntos básicos las grandes frases (“…ningún trabajador vendrá obligado a…”), la letra pequeña que venía a continuación aclaraba que “…salvo que la Empresa lo considere necesario…” con lo que se desvirtuaba lo anterior. Lo que sí conocí en la costa fue el caso de un compañero, Segundo Oficial, que se empeñó en cobrar sus horas y así lo anunció al Capitán. Éste lo comunicó a la Inspección e inmediatamente recibió la orden de que dicho Oficial no hiciera ninguna hora extra y se le desató una auténtica persecución para que a nadie se le ocurriera imitarlo.

Con respecto a este tema de Horas Extras había algo que siempre me indignó en el cabotaje: cuando llegábamos en domingo a Puerto y ya nos las prometíamos felices porque seguro que no se trabajaría en festivo, nos sorprendía que el Consignatario avisara que sí se trabajaba…porque dando una limosna al Obispado local, éste autorizaba el trabajo. Soy católico, pero aquello me hacía sentirme mercancía en manos ajenas y muy propio del ambiente –de predominio clerical- que se respiraba en aquellos años cincuenta.

En 1961 navegando en el ya citado“Cabo Silleiro” de Ybarra, y deseando abandonar la Compañía para intentar entrar en Pereda, de Santander, cursé la correspondiente carta al Capitán con la antelación exigida por la Ley, expresando mi deseo de desembarcar en el Puerto de Cádiz, más de un mes después. El Capitán no hizo el menor comentario ni sé si lo comunicó a la Empresa como era su deber. La cuestión es que llegados al puerto gaditano, le presenté la Libreta de Navegación para efectuar el desembarque. Para mi asombro contestó que no podía desembarcar, que qué iba a decir la “Ofisina” y que tal y cual. Yo intenté razonarle, decirle que lo había avisado con el tiempo reglamentario, que a mí la “Ofisina” me importaba un pito, etcétera. Pero él insistía en que tendría que ser la “Ofisina” quien lo autorizara. Como viera que era imposible hacerle entrar en razón, me fui a la Comandancia de Marina, donde expliqué el caso al Jefe del Despacho de Buques, que no entendía el porqué de esta actitud del Capitán, pero a petición mía, extendió un oficio en el que aclaraba al Capitán su obligación de desembarcarme sin más demora. Volví a bordo y, como solía suceder entonces, el Capìtán empezó a farfullar y disculparse porque “…no hacía falta que fuese a la Comandansia, que él sólo lo hacía para que lo pensara bien pero, hombre, ir a Comandansia…”. Y así, con esta última demostración del personal que aquella Naviera tenía en sus barcos, dije adiós con toda el alma y me sentí “libre”…

Como colofón, sólo podría añadir que abundaban en la Empresa muchos Capitanes y Oficiales que se hicieron casi famosos por su mala uva y en general hacían objeto, especialmente a los Agregados, de verdaderas perrerías –de lo que comentaremos algo más adelante- dando lugar a un dicho muy popular en este ambiente “En Ybarra, si los hijos de p… volaran, oscurecerían la luz del sol”. Quizás este detalle tenga relación con la procedencia de alguno de los mencionados, algunos muy aldeanos.

domingo, 20 de octubre de 2013

Ybarra -Trasatlántico


En “Ybarra”. Correo-Trasátlántico

Mi segundo embarque como Agregado, en Ybarra, fue en el correo-trasatlántico “Cabo San Roque”, al que me incorporé cuando aún estaba terminando su armamento en la Naval de Sestao.

Creo que este barco fue el ,primer trasatlántico construído en aquellos años en España y quizá el mayor en tonelaje. Fue toda una revelación especialmente en Sudamérica y durante años recibió miles de visitantes, principalmente españoles residentes en aquellas repúblicas. Su interior estaba diseñado por un famoso decorador italiano y los cuadros que adornaban sus salones habían recibido premios en una exposición organizada por Ybarra, con la participación de conocidos pintores españoles de esos años como Mampaso, Villaseñor, etcétera. Entre sus novedades tecnológicas disponía del sistema de aire acondicionado mejor que he conocido en ningún barco, de la casa ATISA de Milán.

La primera salida a la mar la hicimos de Bilbao a Guetaria, donde se iba a efectuar la visita de Franco al buque, el primer trasatlántico moderno que tenía España en aquellos años -1957- en una especie de “puesta de largo”. Aparte de que, junto con el Petrolerto “Campomayor” –en la innauguración de un pantalán en Barcelona, según he sabido- quizás se trate de uno de los poquísimos barcos mercantes españoles que tuvo a bordo al entonces Jefe del Estado, esta visita dio lugar a unos detalles que pienso merecen relatarse: la tarde anterior a la salida acompañé al Primer Oficial a la oficina de Ybarra en Bilbao, con documentación y Lista de Tripulantes; allí nos esperaban ya dos Inspectores de Policía. Su misión era examinar esta Lista (¡más de 270 personas!) para evitar que entre los que iban a estar a bordo durante la visita de Franco se encontrara algún, digamos “sospechoso”. Nos pidieron que esperáramos un rato y se fueron con la Lista; antes de media hora volvieron y señalaron a un Engrasador para que al día siguiente se quedara en tierra y volviera a embarcarse cuando el barco regresara a Bilbao la misma noche. Esta persona había sido “gudari” en el frente durante nuestra Guerra Civil, pero todo se limitó a pedir que no figurara entre la dotación coincidiendo con la visita. Ni entonces ni en ningún momento posterior tuvo este hombre la menor dificultad en su empleo, en el que por cierto llevaba bastantes años. Para mí es de resaltar, no sólo la rapidez con que se escudriñaron los nombres –en aquella época sin ordenadores ni nada parecido- sino también que no se tomaran medidas en contra del sujeto. Quizás no sea hoy políticamente correcto anotarlo, pero así fue y así lo cuento.

Por lo que respecta a la visita en sí, recuerdo bien muchos detalles: el embarque de Franco se realizó desde el yate “Azor”, fondeado en Guetaria, y todos los Oficiales formamos un semicírculo en Popa y allí fuimos presentándonos y saludando a Franco y a algunos de los Ministros que le acompañaban (Carrero Blanco, Ullastres, el Subsecretario de la Marina Mercante, Almirante Jáuregui, etc.) Figuraba también para recibirle el entonces Director de Sestao, Gregorio López-Bravo –luego Ministro de Industria y de Asuntos Exteriores- y, lógicamente, toda la Dirección de Ybarra. Hay que añadir que, después de recorrer el barco, se celebró una comida y, por las causas que fueran, no se permitió el uso de las cocinas por lo que la tripulción no pudo sentarse a comer hasta pasadas las cinco de la tarde. Para quienes, como en mi caso, habíamos entrado de guardia a las cuatro de la mañana, fueron unas horas de “hambre canina”…También recuerdo que, desde unos cristales que comunicaban las cocinas con el Comedor de Primera donde tenía lugar el banquete, ví que Franco figuraba en el centro de la mesa presidencial –corrida, cuando todas las demás eran redondas- y que el Capitán del barco no estaba ni siquiera en esta mesa. Digamos que aquello me sorprendió e incluso me ofendió ¿no se estudiaba en Derecho que el Capitán era “…Master under God…” (“En un barco, después de Dios, su Capitán”)? Pues en aquella ocasión, esta regla brilló por su ausencia.

Durante el periodo de Prácticas en estos correos-trasatlánticos de Ybarra era quizás la única oportunidad que teníamos los Agregados y Pilotos para practicar la navegación de altura, es decir, hacer observaciones de astros con el sextante y los consiguientes cálculos para obtener la situación. La forma habitual era que en cada guardia el Oficial y su Agregado hicieran las observaciones con el sextante, especialmente al amanecer y al atardecer y a mediodía observar lo que se llama “la meridiana” (altura del sol) y completar así lo que podría considerarse la situación oficial del barco. Era costumbre que estas observaciones, tanto las de estrellas como la de sol, las tomaran todos los Oficiales, Capitán incluído y aquí puede contarse la anécdota de cierto Capitán andaluz, en uno de estos Correos, que al hacer sus observaciones habituales de estrellas, dando las diferentes alturas de los astros previamente acordados y las consabidas voces a quien estaba atento al Cronómetro (“¡Listos!...¡Top!”), se dispuso a hacer por sí mismo el Cáculo correspondiente. Varias veces lo repasó y comprobó que la parte correpondiente a la altura observada de la estrella “Arcturus”, no permitía una solución lógica; esto solía indicar que o bien la hora tomada en el Cronómetro o bien la altura tomada en el sextante eran erróneas. Pero este Capitán se cansó de intentar más comprobaciones y anunció muy convencido al resto de los Ofciales “Nada, señores, hoy le pasa algo a Arcturus…” 


Montevideo (Uruguay) era uno de nuestras escalas obligadas, y, en una ocasión, al dirigirnos al muelle de atraque, pasando a la altura de varias unidades de la Marina Uruguaya, uno de los Agregados subíamos al Puente Alto para preparar el saludo con la bandera a barcos de guerra, como es de rigor, pero notamos con extrañeza que no contestaban a nuestro saludo en la forma habitual –arriando e izando su bandera- y preguntamos al Práctico si pasaba algo. Pero él, muy tranquilo y como sin darle importancia, contestó que se debía a que la Marina de Guerra estaba esos días en huelga…¿Alguno sabe de una Organización Militar que pueda ponerse en huelga?

Siendo Agregado a bordo del “Cabo San Roque” y en un viaje a Argentina un año después de la caída de Perón, hallándonos recién llegados a Buenos Aires, tuvimos que lamentar un desgraciado accidente: un Marinero que pretendía pasar a la Bodega de Equipajes, se precipitó desde un entrepuente al plan de la bodega, sufriendo un shock cráneo-encefálico. Inmediatamente fue atendido en la Enfermería del barco –disponíamos de Médico, Practicante, Enfermera e incluso de quirófano- pero al comprobar la extrema gravedad de la situación, se dispuso trasladarle en una ambulancia a un Hospital. Me ordenaron acompañarle y sin tiempo a cambiarme, de uniforme blanco y sin gorra, salí con el Marinero camino del Hospital de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires. Nada más llegar lo introdujeron en quirófano y me indicaron que si quería ver la operación podría hacerlo desde la carcasa encristalada que servía para las clases prácticas. Así lo hice unos minutos pero me retiré pronto de allí esperando en una sala inmediata. Pronto vino a hacerme compañía un Capellán del Hospital, enterado del suceso y que, para más señas, era español. Le agradecí el detalle porque me encontraba sólo y desorientado por la rapidez con que había ocurrido todo. Pero he aquí que a los pocos mintos apareció una Enfermera diciendo que a los cirujanos les hacía falta una medicina de tipo tal. Ante mi asombro, dijo que tenía que procurármela fuera, en una Farmacia. Me quedé “a cuadros”. Contesté que ni tenía dinero ni sabía dónde encontarla. El Capellán, igualmente asombrado de la situación, me dijo que él me facilitaba el dinero y que iríamos a por esa medicina. Cuando el hecho se repitió varias veces –yo no podía creer lo que estaba sucediendo- y volvíamos de la Farmacia, un grupo de Enfermeras y algunas personas que estaban en la Puerta del Hospital, empezaron a reirse de mi uniforme, burlándose del “gallego” y demás lindezas por el estilo; el buen cura no pudo más y, furioso, les lanzó esto “¡Os mereciais que volviera Perón!”. Una de las peores cosas que en aquellos momentos se le podía decir a un argentino. Pero, para mí, lo más indignante fué que varias horas después, al caer la tarde, apareció por fín un empleado de la Consignataria quien se hizo cargo de todo, repartiendo billetes a voleo…con lo que las mismas Enfermeras, Médicos y todo el personal que antes había estado burlándose y poniendo toda clase de trabas, se transformó en atentísimo y simpatiquísimo…hasta el punto de hacerme sentir náuseas. Comprendo que no se puede juzgar a un país por un detalle de personas aisladas, pero que operando a alguien te vengan a pedir los medicamentos necesarios, no creo que sea muy normal.

En este mismo correo nos ocurrió lo siguiente: teníamos un Primer Oficial que era el “coco” de los cinco Agregados y al que uno de los Segundos Oficiales –con más malas ideas que un gato- le quería convencer de que éramos unos abusones, que nos tomábamos libertades “peligrosas”, que incluso fumábamos en el Puente, que entrábamos a las guardias por el Cuarto de Derrota en vez de hacerlo por los alerones como los timoneles, etcétera.. . Lógicamente, al cabo de un tiempo lo convenció e igualmente al Capitán. Total: que se nos prohibió lo de fumar, entrar por la Derrota y no sé cuántas cosas más. Hay que tener en cuenta que estábamos en 1958, que en ese barco había ¡32 Oficiales! y 273 tripulantes, que los Alumnos tanto de Náutica como de Máquinas éramos “lo último de lo último” y que, por supuesto, el Capitán era como un Dios al que ninguno se atrevía ni a hablar si no era para responder. Pero estas prohibiciones nos parecieron ya el colmo porque la intención de humillar era patente. Así las cosas, nos decidimos a ponerle freno. En la Ley Penal y Disciplinaria de la Marina Mercante (en vigor entonces) encontramos el Art. 40 Apartado Primero, que decía “El Capitán, Oficial o Contramaestre que maltratare de obra a un inferior…o le haga objeto de cualquier vejación notoria…” Lo discutimos entre los cinco Agregados y acordamos hablar con el Capitán para protestar y anunciarle que si seguíamos bajo tales prohibiciones nos veríamos obligados a cursar una denuncia ante la Comandancia de Marina del primer puerto español –Tenerife- alegando el citado Artículo. Igualmente decidimos que yo llevara el encargo por ser el Agregado más antiguo. Hay que ponerse en la época para imaginar lo que representaba ir al Capitán de un trasatlántico con una amenaza de este tipo; como poco podía significar el desembarque…y esto en una época en la que era difícil encontrar donde hacer las Prácticas. Por fín –y confieso que temblando- abordé al Capitán en el Cuarto de Derrota y le planteé la cuestión. ¡Había que ver cómo reaccionó! Gritó, echó maldiciones a manta, y todo era repertir “¡Tú… a mí…denunciarme! ¿Pero qué te has creído? ¿Qué os habeis creído? ¡Es para tiraros por la borda…!” “¡Fuera de aquí…!” Salí de allí encomendándome a todos los santos y conté a mis asustados compañeros cómo había ido la cosa. Total, que pasamos un día horrible en espera del que creíamos seguro castigo. Horas después, hallándome en la Derrota anotando algo en el Cuaderno de Bitácora, noto que se abre la puerta a mis espaldas y entra el Capitán. Con el corazón desbocado, esperé nuevos gritos y amenazas….pero en vez de eso, noto que el Capìtán se coloca junto a mí y me dice tranquilamente “Hombre, no hay necesidad de ninguna denuncia a la Comandancia, son cosas sin importancia y ya he dado la orden de que os dejen fumar en el Puente, entrar por la Derrota, etc. Es que el Primer Oficial a veces cree que estamos como hace treinta años…”. Creo que mi suspiro se notó hasta en la Máquina, mascullé alguna disculpa y ahí terminó todo.

Un recuerdo del tiempo que navegué en este trasatlántico fue la siguiente: meses después de la primera salida del barco a navegar, se incorporó a la tripulación un Segundo Maquinista, ya mayor, en el que se daba la particularidad de haber formado parte de la tripulación de uno de aquellos barcos de Ybarra que, en los años de nuestra Guerra Civil, habían estado haciendo los viajes entre España y Odesa (Rusia) y que al finalizar la contieda quedaron en poder de los rusos. Así tuvo que ponerse a trabajar en este país, no recuerdo si como Mecánico o como Maquinista, pero sí creo que en tierra (no embarcado) y allí le sorprendió la Segunda Guerra Mundial. En los primeros años cincuenta consiguió, como otros cientos de compatriotas, venirse a España con su mujer, una rusa con la que se había casado allí y que, por cierto, era la típica “matrioska” al estilo de la Kruscheva. Ybarra tuvo el gesto de embarcarle en su flota, respetrando la titulación que tenía anteriormente. Aunque era hombre adusto y más bien de pocas palabras, poco a poco fue soltándose y narrando detalles de su vida en la Unión Soviética. Había encontrado trabajo en una fábrica, como Jefe de Mecánicos, y vivía en uno de esos típicos apartamentos rusos de tamaño minúsculo, con servicios comunes y allí tenían un busto de Stalin, sobre una especie de cómoda; un buen día, limpiando la habitación, a la mujer se le cayó el busto y se rompió en mil pedazos. Pasaron unos días de auténtico pavor, pensando que si alguien comprobaba el estropicio iba a venir la Policía y hacerles objeto de cualquier medida. Por fín, el tiempo pasó sin que ocurriera nada y pudieron respirar tranquilos. Cuento esto porque hoy día, en ciertos ambientes, tienden a comparar la dictadura staliniana con la España de Franco y, la verdad, esto es absurdo y quien ha conocido, como en mi caso, países comunistas puede asegurarlo.

Me gustaría hacer una observación –muy personal- sobre cierto aspecto de los mandos que Ybarra tenía en los correos y con los que navegué. Por lo que yo sé,en todas las Navieras que tenían barcos-correos en aquellos años, la Oficialidad alternaba normalmente con el pasaje y la única en que estaba explícitamente prohibido era Ybarra. Mientras estudiaba en la Escuela de Náutica en Cádiz había tenido la ocasión de conocer a Capitanes de Trasatlántica, Transmediterránea, etc. y de oir detalles de sus distintas personalidades, siempre con categoría para tratar con el pasaje, lo que era uno de los cometidos más esenciales en este tipo de barcos.

Pues bien: en Ybarra y salvo alguna excepción, daba vergüenza ajena ver a quienes formaban parte de lo que podríamos llamar “estado mayor” –Capitán, Primer Oficial, Jefe de Máquinas, Primer Sobrecargo, etc. un grupo que en barcos similares de otras banderas se conoce por “staff”- y que eran los únicos autorizados a tratar con el pasaje. La realidad es que, en mucho casos, tales mandos – al menos muchos de los que yo conocí en Ybarra - no pasaban de ser aldeanos, destinados en esos puestos por ser a veces del mismo pueblo que el Inspector de turno, sin la más mínima cultura ni maneras, con lo que imagino que la idea que los pasajeros se formarían de los Marinos Mercantes españoles sería muy pobre. Aún recuerdo lo que ocurrió en una comida celebrada a bordo en Montevideo y a la que asistían varias personalidades como el Embajador de España, Ministros uruguayos, diplomáticos de otras Embajadas, etc. y en la cual nuetro Primer Oficial presidía la mesa de los Agrgados Culturales –también ¿de quién sería la ocurrencia?- y en el curso de la comida, al citarse algo referente al escritor y filósofo francés Sartre, preguntó si era alguien que escribía en el ABC de Madrid…

No hay mejor prueba para darse una idea de lo que estoy contando que lo que me ocurrió personalmente en uno de los viajes de España a Sudamérica: Viajaban en aquellos años muchos diplomáticos españoles que se incorporaban a sus destinos o volvían de los mismos, aparte de los de otras nacionalidades que utilizaban nuestras líneas. En el puerto de Génova yo había comprado el magnetófono Geloso, al que ya me he referido, en el que había grabado mucha música de la que me gustaba, sobre todo clásica. Sin exagerar, puedo decir que en aquellos años -1957- era de lo mejor que circulaba en el ambiente de este tipo de aparatos. Y en el viaje al que me voy a referir, un diplomático español –destinado en la Embajada de Buenos Aires- compró uno igual en Tenerife y cuando llegó a bordo se lo mostró encantado al Capitán y al Primer Oficial, lamentándose de que aún no lo sabía manejar bien. El Primer Oficial le dijo que un Agregado del barco –por mí- tenía uno igual y que él me avisaría para que le enseñara; el diplomático contestó que de ninguna manera, que él preguntaría por mí y llevaría el aparato a nuestra Cámara. El hombre subió a nuestra Cubierta, se me presentó y me dijo lo que quería. Como es lógico, le enseñé el manejo y para ello tuve que coger una cinta mía para hacer las pruebas. Cuando estaba explicándole los diferentes botones (escuchar, rebobinar, grabar, etc) y empezó a oirse la música (creo era algo de J.S.Bach) él me pidió seguir oyendo la cinta. Yo notaba que me miraba como extrañado y, la verdad, es que empecé a mosquearme y ya, al cabo de un rato, me preguntó “¿Y a Vd. le gusta esta música?” Me lo quedé mirando sorprendido y le contesté que si lo tenía grabado es porque me gustaba. Siguió preguntando si tenía más música de este estilo y le enseñé mi pequeña colección de entonces (Bach, Beethoven, Vivaldi, Mozart…) hasta que no pude evitar preguntarle a mi vez si pasaba algo. El, un tanto confuso y con visible apuro me contestó “Perdóneme que me haya extrañado su afición pero es que me habían dicho que en este barco la Oficialidad no puede alternar con el Pasaje y por lo que vemos en los que sí están autorizados a hacerlo. me imaginaba que los Oficiales de menor grado tenían que ser…” a lo que yo terminé “…algo así como que estaríamos detrás de una jaula ¿no?...” lo que le hizo sonreir. Pude tranquilizarle, le presenté a varios de mis compañeros que compartían estas aficiones, leían, les gustaba la música, etcétera. En nuestros camarotes pudo ver los libros que había en los estantes, discos de música clásica, etcétera, y comprendió que no toda la Oficialidad “disfrutaba” de los mismos cánones que el llamado “staff”.

Durante las escalas en los puertos de Buenos Aires y Montevideo en el año y medio que navegué en el “Cabo San Roque”, el mayor gasto lo hice en libros porque disfruté de algo que echo mucho de menos hoy en España y es el poder estar horas y horas en unas Librerías magníficas, generalmente abiertas hasta la medianoche, con cómodos tresillos y butacones para hojear libros sin prisa, algo que para un lector voraz como yo venía a ser el sumum de la felicidad. Si a esto le añadimos que los precios –debido al cambio de pesetas a pesos argentinos- eran muy favorables para nosotros, se comprenderá que en aquella época me hiciera con lo que iba a ser el germen de mi biblioteca actual.

martes, 15 de octubre de 2013

En "Ybarra" - Cabotaje

En “Ybarra”.- Cabotaje 


Mi estreno en la mar como Agregado en el citado “Cabo Menor”, uno de los barcos que hacían cabotaje a mediados de los cincuenta, construído en 1906 –en los planos de Disposición General todavía llevaba una vela a Popa- y por supuesto no disponía de radar, sonda, giroscópica, gonio o cualquier otra ayuda a la navegación de las que ya se encontraban en los barcos de otras Compañías españolas y no digamos en barcos extranjeros. Tampoco se disponía de pínulas para tomar marcaciones o demoras, todo se hacía a “ojímetro”. Costaba adaptarse pero al final creo que se adquiría una buena práctica. Pero lo que ya me parecía el colmo es que se hiciera lo mismo al tomar la demora de la Polar para hallar la corrección total. Ya me dirán quienes lo hayan hecho, las dificultades para decidir la demora de algo que estaba encima de la cabeza y a ojo. Lo curioso y típico era que más de una vez el Primer Oficial me pedía que subiera a la Magistral para tomarla y si yo le decía que “nueve”, él subía y decía “ocho y medio”. (¡¡¡¡!!!!).

Me resultó curioso que en estos barcos de la costa de Ybarra, la manera de situarse por marcaciones se limitaba únicamente a tomarlas cuando el faro o cabo de que se tratara estuviera abierto a cuatro y ocho cuartas: al estar a cuatro cuartas, se tocaba la campana del Puente y el timonel, cuando era de día, o el guardián de noche iba a Popa, tomaba lo que marcaba la vieja corredera Forbes y lo comunicaba al Puente; al estar al través (ocho cuartas) volvía a darse el toque de campana y el guardián volvía a tomar la lectura de corredera y esa distancia daba la situación del barco. No se tomaba prácticamente nunca una situación por dos demoras a dos puntos distintos y, como ya dicho, todo era a ojo, sin pínulas ni otro tipo de aparatos.



Sin hacer navegación de altura tampoco se podía practicar la situación por observaciones de estrellas ni sol. Hay que admitir que el aprendizaje de un Agregado en este tipo de barcos era poco menos que nada. Todo estaba regido por la omnipresente rutina de “…lo que siempre se hiso…”. Esto tenía también su versión en la distribución de la carga (estiba) porque, por ejemplo, si los rollos de fermachín que se cargaban en Gijón habían ido siempre en el sollado de la Bodega número tal, proponer otra cosa podría ser casi un sacrilegio.


En este barco, mi primera experiencia fue el descubrimiento de la rivalidad entre Puente y Máquina que se traducía en una enemistad constante entre Capitán y Jefe de Máquinas. Durante el día y navegando, no había suministro de corriente –fuera de los servicios propios del barco- y en Puerto, sólo por la noche para evitar robos en la carga. Por ello, los Domingos, quienes tuvieran una radio para seguir los partidos de fútbol dependían de que el Jefe quisiera conectar la dinamo para oirlos. Aclaremos que en aquel entonces todavía no se conocían los transistores. A veces el Jefe de Máquinas ponía la dinamo y podían oirse las emisoras. Tal era la situación cuando en determinado viaje el Jefe trajo a su mujer a bordo y si entre los maridos respectivos había rivalidad, la presencia femenina la aumentaba. Así las cosas, un Domingo en la mar el Capitán quiso oir los partidos y desde la claraboya que daba a la máquina. Al minuto salió por una puerta la mujer del Jefe y gritó "¡No hay dinamo!". El Capitán soltó unos cuantos juramentos y se retiró furioso. E sre era el ambienteSólo añadiré que nunca participé de estas manías y me pareció fenomenal el ambiente en todos los demás barcos, especialmente en “Pereda” en los que las relaciones Puente-Máquinas eran normales y tanto de Oficial como más tarde de Capitán siempre procuré que cosas como las descritas no se dieran jamás.


Una anécdota que circulaba en el ambiente de la costa contaba que al acercar el Camarero una bandeja de empanadillas al Capitán, éste empezó a servirse en tal cantidad, que dejó temblando el contenido para el resto de Oficiales, a los que iban a tocarles las migajas. Al fin, uno de ellos más atrevido o más enfadado que el resto, se atrevió a decirle “Hombre, Don Antonio, que a los demás también nos gustan las empanadillas…” y el Capitán contestó “¡Más que a mí, seguro que no!”

Las comidas eran verdaderamente infames, aunque, eso sí, había que rellenar un increíble “Libro de Comidas” en el que debían figurar los menús de cada día, diferentes para Oficiales, Maestranza y Subalternos. Allí, no sólo constaban los platos sino las cantidades de calorías, lípidos, hidratos, etc. que correspondían a cada tripulante. Rellenar aquello era un verdadero suplicio y total, para nada, porque la diferencia, por ejemplo, de la comida de Oficiales con el resto, consistía en que había “aperitivo”…llamando así a dos traslúcidas rodajas de chorizo por barba. Hay que señalar que normalmente las comidas, en aquellos barcos, se realizaban en el llamado “tranvía”, un espacio corrido y encristalado bajo el Puente, ya que la Cámara de Oficiales se encontraba a Popa y era más complicado no sólo llegar allí –especialmente al Capitán, hombre viejo y ya torpe- pero sobre todo más peligroso por la frecuentes estibas de madera, raíles, etcétera. que casi siempre llevábamos. Hay que señalar que este Capitán, a quien generalmente en los barcos y entre la tripulación se le denominaba "el Viejo",  era un hombre bajito, agrio de carácter y bastante seco, que apenas hablaba. Pues bien, en cierta ocasión, estando en Ferrol, el Mayordomo, gracias a una amistad que tenía en una Empresa de bacaladeros, consiguió embarcar a bajo precio algo así como una tonelada de bacalao. Los seis meses siguientes tuvimos todos los días bacalao en sus diferentes formas pero tanto en la comida como en la cena. Todos estábamos hartos del plan pero en aquellos tiempos “no era costumbre” quejarse de nada. Así las cosas, un buen día, cuando el Camarero se presentó con la consabida bandeja de alpaca con el bacalao, le acercó al Capitán la bandeja en primer lugar, como era habitual; éste miró el bacalao, se levantó y preguntó simplemente “Bueno señores, estamos todos de acuerdo ¿no?...” Nadie sabía en esos momentos a qué se refería pero en aquellos tiempos el Capitán era algo así como un dios del Olimpo y, por tanto, nadie dijo nada. Nos quedamos mirando intrigados y vimos como el “Viejo” cogía la bandeja con su bacalao humeante y la tiraba al agua por el ventano. Entonces se volvió al Camarero y le dijo “Avise al Mayordomo que estamos esperando el segundo plato…”. Ni que decir tiene que se detuvo la “costera bacaladera” que habíamos padecido. Procedimiento expeditivo donde los haya, sí señor. Podría añadir que algo parecido ocurría con las que llamábamos “rabiosas” (pescadillas mordiéndose la cola) y que en ciertas temporadas se repetían para desesperación de todos. 

Precisamente navegando en este barco pude comprobar por primera vez algo que muchas veces me han preguntado: cuáles habían sido los sitios del mundo por los que había navegado en que había pasado más frío y se quedaban asombrados de que contestara que por este orden: el río Guadalquivir y el de la Plata, en Buenos Aires. Me explico: en el primer viaje como Agregado en el barco citado, tomábamos Práctico en Bonanza, cerca de la desembocadura del río y teníamos que subir hasta Sevilla, lo que llevaba toda la noche. Era el mes de Diciembre y el Práctico llegó al Puente, con un pequeño maletín. Lo abrió y empezó a sacar una pelliza casi polar, unas perneras de pantalón independientes, revestidas de piel y todo así. Debí poner cara de asombro porque sonrió y me dijo “¿Qué pasa, chaval? ¿No sabías que las noches aquí son heladoras? Como supongo que entrarás de guardia a las cuatro de la mañana, ya me dirás qué tal…” Y tenía razón: ¡vaya frío, mamma mía!. Y en Buenos Aires, tres cuartos de lo mismo. 

Incomprensiblemente, la Oficialidad de mayor edad paracía muy orgullosa de su naviera y te explicaban que, por lo menos, en puerto y por las noches, teníamos luz eléctrica y en cambio en Aznar –que era la Compañía que se repartía con Ybarra gran parte del tráfico en la costa española- se daba a los tripulantes no sé si una vela o un quinqué…aunque el que Ybarra iluminara sus barcos se debía al interés de la Empresa en evitar los robos en los puertos y no  por la comodidad de los tripulantes. Otro detalle que entonces me extrañó era que los subalternos –y no sé si la Maestranza también- tenían que traer su ropa de cama cuando embarcaban.

Estudios

Ingresé en la Escuela de Náutica de Cádiz en Junio de 1952, haciendo allí todos los cursos hasta que me quedaron sólo Astronomía y Maniobras, y, como vivía en Madrid preparaba esas dos asignaturas en la Academia Elcano, después iba a Bilbao a examinarme en su Escuela. Era Profesor de ambas asignaturas D.Ramón Inchaurtieta, muy temido de todos cuantos tuvieron que pasar por sus manos. Pues bien: cuando nos presentábamos a examen oral –y ya iba uno bastante nervioso- lo primero que hacía era preguntarte donde estudiabas, porque resultaba evidente que no pertenecías a lo que él llamaba “su alumnaje”. Al decir que en Madrid comentaba, para provocar risas del “auditorio”, que “¿Dónde hacen las Prácticas? ¿En el estanque del Retiro?” lo que acababa de ponerte más nervioso de lo que estabas.  Pero lo más increíble era lo que que sigue: a un compañero le preguntó en Maniobras y Estiba a qué distancia se colocaban las gateras en los cabos para evitar que las ratas subieran a bordo. El interfecto contestó con alguna generalidad (“a una distancia prudencial” o “conveniente”, etc.) pero él insistía “Pero si usted no sabe lo que salta una rata ¿cómo puede calcular qué distancia es la conveniente?” Lógicamente, nadie sabía este dato, pero aquel día él mismo se encargó de aclarar la cosa: “Una rata puede saltar entre 1,20 y 1,60 metros, hombre…”. Y desde esa fecha, el que suscribe, anotó en su libro de “Estiba y Acarreo de Cargamentos” (Autor: Ramón Inchaurtieta), que aún conservo, lo siguiente: “Marca Olímpica de Rata: 1,60 metros”. Sin comentarios.

En Septiembre de 1956 conseguí el título de Alumno de Náutica (Agregado) en la Escuela Oficial de Náutica de Bilbao y en Noviembre del mismo año embarqué por primera vez en el “Cabo Menor” de la Compañía Ybarra, para empezar las Prácticas. Tardar tan poco en conseguir embarque, en aquellos tiempos en que lo habitual era esperar años, fué posible porque mi hermano mayor era Director Técnico de esa Compañía. (Alguno que haya vivido las dificultades de esa época dirá que “…así cualquiera…” y tendría razón, claro).

Aclaremos antes un detalle: en  esos años se exigían trescientos “días de mar” para poder presentarse al examen de Piloto –nada de examinarse y terminar los días de mar después, como se dispuso años más tarde- y seiscientos para poder hacer el de Capitán, pero este concepto de “días de mar” significaba que había que sumar las horas de cada día en la mar –fueron una o más- hasta alcanzar la cifra citada, que sumadas, dieran las trescientos o seiscientos días exigidos para cada caso. Hoy día la denominación de “días de mar” se refiere a lo que  pueden llamarse adecuadamente “singladuras”, ya que si un día navegas sólo una hora o dos ya tienes una “singladura”. Igualmente, al presentarnos al examen de Piloto y después al de Capitán teníamos que entregar un cuaderno con un número determinado de Cálculos de Navegación, en limpio y correspondiendo a los viajes que se hubieran realizado.

A modo de preámbulo

Ya he dicho en este espacio que he sido feliz navegando. Esto puede parecer una perogrullada, o algo que fuera evidente. Habrá quien crea que navegar –sobre todo en épocas anteriores con periodos de un año o muchos meses en la mar- suponía que quien lo hacía era porque le gustaba o tenía vocación, pero nada más lejos de la realidad: dejando aparte a quienes escogían la carrera de Náutica por ser más corta, -lo que era relativo porque entre los periodos de navegación para obtener los días de mar y los sucesivos exámenes para sacar los títulos de Piloto y Capitán, podían pasar bastantes años- había muchos que, una vez a bordo, se encontraban con un tipo de vida que se les hacía insufrible, bien por la monotonía, bien por el tipo de trabajo, y determinado tanto por ciento de éstos no podían evitar el hacerlo manifiesto a cada momento.

La verdad es que yo conocí contados casos, pero algunos sí me parecieron especialmente conflictivos, más que nada por el ambiente que se creaba a su alrededor. Prescindo de aquéllos en los que la nostalgia de la casa, la familia, los hijos, etcétera, les llevaba a pasarlo mal sobre todo en determinadas fechas (Navidad, fiestas familiares, nacimiento o muerte de personas cercanas, etcétera), porque por momentos así hemos pasado todos alguna vez, con vocación o sin ella. Me refiero más bien a esas personas que vivían en una maldición constante, como un gruñido continuo.

Como para muestra basta un botón, contaré lo que me pasó en un barco en el que embarqué de Primer Oficial, con un Capitán que pertenecía a la clase de los “amargados” y al que yo hasta entonces no conocía. Al día siguiente de embarcar, salimos a la mar por la tarde. Estábamos cenando en la Cámara cuando vi por el portillo una puesta de sol muy bonita y lo comenté; nada más decirlo, este Capitán tiró los cubiertos sobre el plato y, tras una maldición, dijo algo así como “…¡lo que nos faltaba!… ¡un tío al que le gusta la mar!...”. Desde ese momento tuve mucho cuidado de guardarme observaciones de tipo admirativo. En otro aspecto más festivo, conocí a un Capitán que estaba también cansado de navegar –pero éste sin acritud- y decía en broma que cuando se retirase iría al sitio de España más alejado de la mar y que para saber dónde quedarse, tenía un plan perfecto: iría con un remo al hombro desde la costa hacia el interior; mientras fuera oyendo que la gente se preguntaba “¿Qué hará ese hombre con un remo al hombro?” él seguiría caminando hasta que oyese que la gente se preguntaba “¿Qué es eso que lleva al hombro ese tío?” y entonces sabría que había llegado a su destino.

Y, sintiéndolo mucho, (¿?) tengo que decir y repetir que siempre me pareció un privilegio entrar de guardia y encontrar un horizonte infinito, un amanecer en mil colores, una brisa y un olor especial, que a veces –pero sólo a veces ¿eh?- me hacía pensar “Y que por hacer esto me paguen y encima me paguen bien…”. Iba a cada guardia con una ilusión renovada, asombrado siempre de esa variedad de la mar y empapándome la retina y el espíritu de todo lo que me rodeaba.

Debo admitir que leía mucho, muchísimo; especialmente en los viajes largos –casi todos mis últimos años en la mar tuve la suerte de que fueran de este modo- y temporadas hubo en las que me di cuenta de que pasaba no menos de nueve horas leyendo. Como Capitán, no montaba guardias y tenía todo el tiempo del mundo. Pero eso sí: a los seis meses había agotado todo lo que llevaba de libros (pese a ser muchos de ellos obras completas con páginas en papel biblia, incluso colecciones de Historia Mundial (el estupendo Pijoan, entre otros, con sus cinco tomos), o de "mi" tema, la Segunda Guerra Mundial, Memorias, Biografías, etcétera. Aún así, a veces tenía que pedir a mi mujer que me enviara más libros, o que me los trajera si esperaba su visita en algún puerto. 

Algo semejante me pasaba con la música: desde los tiempos de Agregado, siempre tuve a bordo un magnetófono; en 1958 compré en Génova uno italiano, “Geloso”, pequeño y de bobinas, que ha sido quizás uno de los mejores que he tenido nunca. Desde entonces siempre he navegado con cintas, bobinas o cassettes, bien repletos de la música que me gustaba (clásica, melódica moderna de aquella época, etcétera) y como alguno de estos aparatos -¡aquellos maravillosos “Grundig”...!- tenía un receptor de FM incorporado, era frecuente que en los diversos puertos grabara buenos conciertos sintonizando las emisoras locales. De estos Grundig recuerdo que incluso tenían un conversor que además permitía enchufarlos a la corriente del barco, aunque ésta fuera de tipo americano (ciclos distintos de los europeos), tal y como ocurría en algunos de los petroleros de turbinas. Grabé mucho en Italia (la magnífica RAI estatal) en Londres (la inigualable BBC), en Lisboa, en Sudáfrica y en Alemania. Aún conservo una buena parte de esas grabaciones.

Aunque en la actualidad el tiempo de embarque ha cambiado sustancialmente (lo normal parece ser tres meses como máximo y después unas vacaciones de dos meses o incluso tres) antes no era así: normalmente se navegaba un año con un mes –que en Pereda eran dos- de vacaciones, generalmente al final de ese año.Y podía darse el caso –cual fue el mío- de que uno sea padre de cuatro hijos y no haya visto nacer a ninguno de ellos.

De todas formas y refiriéndome a aquel entonces y a mi circunstancia personal, creo que me ayudó muchísimo en esas largas navegaciones el vivir una cierta afición a la cultura, a la reflexión, a tener siempre un interés por variados temas, por la actualidad en general. Me impresionó la frase que le escuché a un timonel gallego en horas de guardia nocturna en el Puente: “Me gustaría haber estudiado para tener en qué pensar”. Creo que tenía razón mi buen Claudino, que así se llamaba este marinero: no es que sea necesario “estudiar”, pero sí otras cosas que están relacionadas con el espíritu de cada uno.

Hay quien pregunta si el navegar no supone estar demasiado solo, si aquel convivir forzoso meses y meses con las mismas personas no llevaría a cierto hartazgo –ver siempre las mismas caras, en el desayuno, en la comida, en la cena, en el trabajo…- desembocando en lo que muchas veces llamábamos entonces “mamparitis” (mamparo es el nombre que se da a lo que divide los espacios en los alojamientos de los barcos) y comprendo que no es fácil, sobre todo si en determinados barcos te toca gente antipática, recelosa o susceptible, que de todo ha habido en la viña del Señor. La verdad es que, con alguna excepción contada, como detallo más adelante, he tenido suerte en eso. De todas formas aquella cierta soledad nunca me inquietó.

Algo que no me faltaba en aquellos años era el escuchar emisoras de todo tipo, boletines de noticias en español, fueran de la BBC, de Hilversum (Holanda), de París o las de otros muchos países. Así siempre estaba al tanto de noticias tanto de España como del mundo. Esto también contribuía a llenar de contenido el ambiente en las comidas, contrastando opiniones, facilitando recuerdos y favoreciendo el clima de las Cámaras.

En conclusión, pienso que si no se tienen determinadas aficiones que podríamos llamar “sedentarias”, el aburrimiento planea -¿o planeaba?- sobre el tipo de vida de un marino, bien entendido que me estoy refiriendo a navegaciones largas, porque hoy día, por lo que sé y oigo a compañeros que están en activo, bastante tienen con respirar después de un trabajo intenso, especialmente ciertas rutas y ciertas cargas peligrosas.

No me queda más que asegurar a cuantos lean estas páginas, que agradeceré todas las correcciones, precisiones o errores que me señalen, ya sean de tipo lingüístico, de estilo, de carácter profesional o técnico. Así podré actualizar mejor el contenido de este blog. 

Presentación

Me llamo José-Manuel Azofra Negrón.  Nací el 8 de mayo de 1935 en Córdoba (España). Capitán de la Marina Mercante. Empecé a navegar de Agregado (Alumno de Náutica) en 1956, obtuve el título de Piloto en 1959 y el de Capitán en 1965. Navegué dieciséis años hasta 1972,  los tres últimos en el empleo de Capitán. En este año de 1972 entré a trabajar como Capitán de Dique en Astilleros de Santander y allí estuve hasta 1988 en que me concedieron la Incapacidad Permanente Absoluta por pérdida de gran parte de la visión, volviendo entonces a mi hogar en Santoña (Cantabria). Tengo cuatro hijos, dos varones y dos hembras, y siete nietos.
Hace un par de años empecé a escribir mis recuerdos de los tiempos a bordo, de los países visitados, del tiempo en tierra en Astilleros y, en general, de detalles varios de todos esos años. El contenido de ese relato es lo que irá apareciendo en las sucesivas entradas de este blog.
Confieso que he sido feliz navegando, especialmente cuando entré en la Flota de Pereda de Santander. Los viajes, cuanto más largos, mejor. Lo he titulado "Libre a popa" porque ésta es la frase con la que, desde la maniobra de popa, se avisa al puente de mando que tiene ya libre la hélice de cabos y  gazas y, por tanto puede dar máquina según convenga y, casi siempre, ha significado poder dar Avante y ganar la mar libre. Y eso quiero yo ahora, dar ¡Avante! y volver a vivir todo ello.

La foto que está en la cabecera de este blog es del Bulk-Carrier "Minas Conjuro", en el que yo navegaba de Primer Oficial, durante un temporal en el Atlántico Norte con la imagen de un fuerte pantocazo. La segunda es de un atardecer invernal en la Bahía de Santoña.

Nota.- Salvo que se haga constar expresamente, las fotos de barcos corresponden al Archivo de la Asociación Cántabra de Capitanes de la Marina Mercante.