martes, 15 de octubre de 2013

A modo de preámbulo

Ya he dicho en este espacio que he sido feliz navegando. Esto puede parecer una perogrullada, o algo que fuera evidente. Habrá quien crea que navegar –sobre todo en épocas anteriores con periodos de un año o muchos meses en la mar- suponía que quien lo hacía era porque le gustaba o tenía vocación, pero nada más lejos de la realidad: dejando aparte a quienes escogían la carrera de Náutica por ser más corta, -lo que era relativo porque entre los periodos de navegación para obtener los días de mar y los sucesivos exámenes para sacar los títulos de Piloto y Capitán, podían pasar bastantes años- había muchos que, una vez a bordo, se encontraban con un tipo de vida que se les hacía insufrible, bien por la monotonía, bien por el tipo de trabajo, y determinado tanto por ciento de éstos no podían evitar el hacerlo manifiesto a cada momento.

La verdad es que yo conocí contados casos, pero algunos sí me parecieron especialmente conflictivos, más que nada por el ambiente que se creaba a su alrededor. Prescindo de aquéllos en los que la nostalgia de la casa, la familia, los hijos, etcétera, les llevaba a pasarlo mal sobre todo en determinadas fechas (Navidad, fiestas familiares, nacimiento o muerte de personas cercanas, etcétera), porque por momentos así hemos pasado todos alguna vez, con vocación o sin ella. Me refiero más bien a esas personas que vivían en una maldición constante, como un gruñido continuo.

Como para muestra basta un botón, contaré lo que me pasó en un barco en el que embarqué de Primer Oficial, con un Capitán que pertenecía a la clase de los “amargados” y al que yo hasta entonces no conocía. Al día siguiente de embarcar, salimos a la mar por la tarde. Estábamos cenando en la Cámara cuando vi por el portillo una puesta de sol muy bonita y lo comenté; nada más decirlo, este Capitán tiró los cubiertos sobre el plato y, tras una maldición, dijo algo así como “…¡lo que nos faltaba!… ¡un tío al que le gusta la mar!...”. Desde ese momento tuve mucho cuidado de guardarme observaciones de tipo admirativo. En otro aspecto más festivo, conocí a un Capitán que estaba también cansado de navegar –pero éste sin acritud- y decía en broma que cuando se retirase iría al sitio de España más alejado de la mar y que para saber dónde quedarse, tenía un plan perfecto: iría con un remo al hombro desde la costa hacia el interior; mientras fuera oyendo que la gente se preguntaba “¿Qué hará ese hombre con un remo al hombro?” él seguiría caminando hasta que oyese que la gente se preguntaba “¿Qué es eso que lleva al hombro ese tío?” y entonces sabría que había llegado a su destino.

Y, sintiéndolo mucho, (¿?) tengo que decir y repetir que siempre me pareció un privilegio entrar de guardia y encontrar un horizonte infinito, un amanecer en mil colores, una brisa y un olor especial, que a veces –pero sólo a veces ¿eh?- me hacía pensar “Y que por hacer esto me paguen y encima me paguen bien…”. Iba a cada guardia con una ilusión renovada, asombrado siempre de esa variedad de la mar y empapándome la retina y el espíritu de todo lo que me rodeaba.

Debo admitir que leía mucho, muchísimo; especialmente en los viajes largos –casi todos mis últimos años en la mar tuve la suerte de que fueran de este modo- y temporadas hubo en las que me di cuenta de que pasaba no menos de nueve horas leyendo. Como Capitán, no montaba guardias y tenía todo el tiempo del mundo. Pero eso sí: a los seis meses había agotado todo lo que llevaba de libros (pese a ser muchos de ellos obras completas con páginas en papel biblia, incluso colecciones de Historia Mundial (el estupendo Pijoan, entre otros, con sus cinco tomos), o de "mi" tema, la Segunda Guerra Mundial, Memorias, Biografías, etcétera. Aún así, a veces tenía que pedir a mi mujer que me enviara más libros, o que me los trajera si esperaba su visita en algún puerto. 

Algo semejante me pasaba con la música: desde los tiempos de Agregado, siempre tuve a bordo un magnetófono; en 1958 compré en Génova uno italiano, “Geloso”, pequeño y de bobinas, que ha sido quizás uno de los mejores que he tenido nunca. Desde entonces siempre he navegado con cintas, bobinas o cassettes, bien repletos de la música que me gustaba (clásica, melódica moderna de aquella época, etcétera) y como alguno de estos aparatos -¡aquellos maravillosos “Grundig”...!- tenía un receptor de FM incorporado, era frecuente que en los diversos puertos grabara buenos conciertos sintonizando las emisoras locales. De estos Grundig recuerdo que incluso tenían un conversor que además permitía enchufarlos a la corriente del barco, aunque ésta fuera de tipo americano (ciclos distintos de los europeos), tal y como ocurría en algunos de los petroleros de turbinas. Grabé mucho en Italia (la magnífica RAI estatal) en Londres (la inigualable BBC), en Lisboa, en Sudáfrica y en Alemania. Aún conservo una buena parte de esas grabaciones.

Aunque en la actualidad el tiempo de embarque ha cambiado sustancialmente (lo normal parece ser tres meses como máximo y después unas vacaciones de dos meses o incluso tres) antes no era así: normalmente se navegaba un año con un mes –que en Pereda eran dos- de vacaciones, generalmente al final de ese año.Y podía darse el caso –cual fue el mío- de que uno sea padre de cuatro hijos y no haya visto nacer a ninguno de ellos.

De todas formas y refiriéndome a aquel entonces y a mi circunstancia personal, creo que me ayudó muchísimo en esas largas navegaciones el vivir una cierta afición a la cultura, a la reflexión, a tener siempre un interés por variados temas, por la actualidad en general. Me impresionó la frase que le escuché a un timonel gallego en horas de guardia nocturna en el Puente: “Me gustaría haber estudiado para tener en qué pensar”. Creo que tenía razón mi buen Claudino, que así se llamaba este marinero: no es que sea necesario “estudiar”, pero sí otras cosas que están relacionadas con el espíritu de cada uno.

Hay quien pregunta si el navegar no supone estar demasiado solo, si aquel convivir forzoso meses y meses con las mismas personas no llevaría a cierto hartazgo –ver siempre las mismas caras, en el desayuno, en la comida, en la cena, en el trabajo…- desembocando en lo que muchas veces llamábamos entonces “mamparitis” (mamparo es el nombre que se da a lo que divide los espacios en los alojamientos de los barcos) y comprendo que no es fácil, sobre todo si en determinados barcos te toca gente antipática, recelosa o susceptible, que de todo ha habido en la viña del Señor. La verdad es que, con alguna excepción contada, como detallo más adelante, he tenido suerte en eso. De todas formas aquella cierta soledad nunca me inquietó.

Algo que no me faltaba en aquellos años era el escuchar emisoras de todo tipo, boletines de noticias en español, fueran de la BBC, de Hilversum (Holanda), de París o las de otros muchos países. Así siempre estaba al tanto de noticias tanto de España como del mundo. Esto también contribuía a llenar de contenido el ambiente en las comidas, contrastando opiniones, facilitando recuerdos y favoreciendo el clima de las Cámaras.

En conclusión, pienso que si no se tienen determinadas aficiones que podríamos llamar “sedentarias”, el aburrimiento planea -¿o planeaba?- sobre el tipo de vida de un marino, bien entendido que me estoy refiriendo a navegaciones largas, porque hoy día, por lo que sé y oigo a compañeros que están en activo, bastante tienen con respirar después de un trabajo intenso, especialmente ciertas rutas y ciertas cargas peligrosas.

No me queda más que asegurar a cuantos lean estas páginas, que agradeceré todas las correcciones, precisiones o errores que me señalen, ya sean de tipo lingüístico, de estilo, de carácter profesional o técnico. Así podré actualizar mejor el contenido de este blog. 

1 comentario:

  1. Comparto tu visión de la navegación y la vida en los barcos. Y también lo insufribles que resultan todos aquellos que se encuentran a bordo odiando su profesión y que, además, no hacen nada por buscar un trabajo en tierra.
    Gracias por este blog, compañero.

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